El juego resultaba injusto. Sarita me llamaba de cuando en cuando, casi siempre alrededor de las diez de la noche, justo a la hora en que estaba a punto de dormirme; me preguntaba que si cómo estaba, yo le respondía la verdad: jodido, ante lo cual ella respondía que no dijera eso, que en ella tenía una amiga de verdad, que podía confiar completamente en ella, que contara conella para cualquier cosa...
Me conmovían sus palabras y le preguntaba a mí vez que si cómo estaba ella; me respondía que muy sola: ya veía yo que en el amor no le había ido nada bien. ¿Qué, todavía se acordaba del "Greñitas"? Jaja, ¿cómo del "Greñitas"? Sí, Sarita: de Joaquín. ¿Todavía se acordaba? No, me lo juraba que ya no, pero qué caray, de todos modos se sentía sola.
Sarita se las arreglaba entonces para preguntarme, con una naturalidad que después, pensando en aquello, me asombraba, que si qué me había gustado a mí de ella cuando ella me había gustado: ahí empezaba el juego. Yo tenía la certeza de ya no sentir nada por Sarita, y ni siquiera estaba seguro de haber sentido algo aquella vez que le había confesado que me gustaba -¿no sería más bien la necesidad, la soledad que lo lleva a uno a inventarse cosas?-. De modo que le respondía impasible que en primer lugar, jaja, me gustaban mucho sus pechos, lo cual ella celebraba con una de aquellas sus carcajadas enormes, ruidosas. En segundo lugar, agregaba, me había atraído su atención conmigo, nuestra mutua confianza...
¿Y qué más?, preguntaba Sarita. Pues... pues... yo pensaba y pensaba y al final agregaba que además me gustaba mucho físicamente. ¿Qué te gusta de mi físico?, preguntaba Sarita, ante lo cual yo respondía que en primer lugar sus pechos, ya se lo había dicho, y también su pelo largo, negro y rizado, sus dientes, sus piernas... en fin, Sarita, muchas cosas. ¿Y qué más te gusta de mí?, insistía Sarita, ante lo cual no me quedaba más remedio que enumerar las ocasiones en que más me había gustado -aquella blusa negra te hace lucir guapísima, aquel pantalón azul se te ve muy bien-, y ella no quedaba satisfecha hasta que yo le confesaba, agotado, que no recordaba cuáles otras cosas me gustaban de ella.
Sarita respondía que me agradecía todo lo que le había dicho, que no me sintiera mal, que las cosas pasaban o dejaban de pasar por algo, y se las arreglaba para convencerme de que yo llevaba hora y media declarándome y de que ella me estaba rechazando.
Apenas Sarita se despedía, colgaba, me echaba a la cama a llorar y no conseguía conciliar el sueño sino muchas horas después, pensando qué habría hecho mal para no gustarle a Sarita. La sensación de abatimiento me duraba unos días, hasta que conseguía entender que Sarita ya no me gustaba, que a decir verdad ni siquiera sabía si me había gustado de veras en algún momento. Entonces recibía una nueva llamada de Sarita y el juego otra vez empezaba.
A partir de su tercera o cuarta llamada, ignoraba yo con qué clase de artilugios, de piruetas verbales, Sarita se las arreglaba para convencerme de que yo estaba enamorado de ella, de que ella me quería mucho pero como amiga, de que las cosas pasaban o dejaban de pasar por algo. Entonces empecé a no dormir las noches en que recibía llamada de Sarita.
A pesar de que para la quinta o sexta llamada conocía el juego al dedillo, colaboraba con Sarita por cierta fascinación extraña que ejercían en mí sus palabras. Durante la siguiente llamada pretendía demostrarme a mí mismo que ahora sí resistiría, que no volvería a participar en el odioso juego, pero de nuevo caía.
La seducción de las palabras de Sarita se volvió tan intensa que consiguió convencerme de que estaba enamorado de ella aun cuando no recibía llamada suya, casi siempre a las diez de la noche, a punto de dormirme. Pensaba en Sarita, en Sarita, en Sarita. Me atreví a llamarla una mañana, a eso de las diez; le pregunté cómo estaba, qué planes tenía, y la invité a un Café. Me dijo que le encantaría ir pero no podía, había hecho cita con unas amigas, pero lo que fuera a decirle en el Café podía decírselo ahora mismo, que se lo dijera, que ella quería saber qué cosa era. Le solté que estaba enamorado de ella. Con voz calculadamente compungida -pero eso lo supe después-, empezó diciéndome que ella me quería mucho pero como amigo; que le honraba que estuviera enamorado de ella pero, por desgracia, no podía corresponderme. Que debía colgarme porque iba a salir, pero que me mandaba un beso, que quizá me hablara una noche de éstas.
Días después me enteré, por un amigo en común, que Sarita no había salido con unas amigas la mañana en que le hablé, sino con el "Greñitas"; que había vuelto con él; que la había dejado otra vez a los pocos días. Fue entonces que descubrí el secreto de Sarita, su soledad, su necesidad, el sentido del juego. De todos modos, ¿era justo atizar las soledades ajenas para paliar la propia? ¿Por qué no me había hecho Sarita partícipe de su juego y no su víctima? Esperé hasta recibir una nueva llamada suya.
Ocurrió apenas dos días después, como a las diez de la noche, según acostumbraba, justo a la hora en que yo esperaba, acostado, con las luces apagadas, que me llamara. ¿Cómo estaba? Muy bien, Sarita, ¿y ella? También. ¿No había nada que quisiera contarme? No, nada, más bien quería que yo le contara una cosita. Dime, Sarita. Que le dijera qué me había gustado de ella cuando ella me había gustado. Entonces me saqué la camisa, los pantalones, los calzoncillos, y empecé a acariciarme antes de decirle, entre otras cosas, que ya sabía ella cuánto me gustaban sus pechos, que tenía ganas de morder sus pezones que imaginaba grandes y morados, que ardía en ansias de andarle por el cuerpo con mi verga, de besarle el culo, de abrirle los labios que debían ser oscuros y metérsela, Sarita, que ahora mismo me la estaba jalando en su honor, que estaba a punto de descargar en su honor, Sarita, Sarita, Sarita, que me recibiera...
Mientras eyaculaba, Sarita se quedó muda del otro lado del teléfono. Luego, sin decir una sola palabra, colgó. Colgué la bocina y solté la risa, y luego me vestí y me eché a la cama. Y me puse a llorar como una niña.
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